miércoles, 2 de noviembre de 2011

Dictadores aquejados del síndrome de Diógenes

Por: Fátima Ruiz-Madrid. Actualizado lunes 31/10/2011 08:39 horas
Rebeldes libios exhiben la pistola de oro de Gadafi tras su captura y asesinato.

• Muchos déspotas se han distinguido por su pasión por las colecciones freaks

• Gadafi tenía varias pistolas de oro e incluso un Ak-47 del precioso metal

• Kim Jong-il llegó a secuestrar a una actriz en un brote de cinefilia

Uno cree que los tiranos lo son a jornada completa. Sus contratos para volar por los aires el mundo libre deberían tener cláusula de exclusividad, por lo cansado de la misión. No hay más que ver a colegas suyos de ficción, como el Joker o Darth Vader. Sin un minuto libre para otra cosa que no sea el mal. Con los reales, sin embargo, la cosa cambia. Ser dictador es compatible con muchas cosas. Como ejercer de playboy o de amante de los animales (en esto parece haber una fijación por los leones). Pero sobre todo, es compatible con ser coleccionista. De cualquier cosa. Cuanto más freak, mejor.

No hay déspota que se precie y no padezca una versión propia del síndrome de Diógenes, la pasión desmedida por acumular trastos en palacio que hagan de espejito mágico de su grandeza.

Eso sí, las cosas han cambiado últimamente. Mírese si no a Hitler, el paradigma de los dictadores mundiales. Amontonaba libros. Más de 16.000 llegó a poseer, señal de que sólo quemaba los ajenos. Los propios los guardaba en sus bibliotecas, en las que, según un reciente libro de Timothy Ryback, el 'Quijote' se paseaba alegremente junto a los enanos de 'Gulliver', el náufrago de 'Robinson Crusoe', la calavera de 'Hamlet' y los manuales para fabricar Zyklon B con el que gasear a los judíos.


El emperador del Tercer Reich también amaba el arte. Hasta 4.371 piezas hacinó en sus propiedades. Al hombre que quería hacer explotar Europa le gustaba sentarse entre paisajes bucólicos. Y mirar las obras de Rembrandt, Brueghel o Delacroix. Para casa, mejor los pastorcitos que las bombas.


Pero en aquellos tiempos aún se podía ser autócrata y tener arrebatos de buen gusto. Luego las cosas cambiaron. No hay más que ver al último de los dictadores caídos. A Gadafi no lo encontraron abrazado a un lienzo de Durero bajo los acordes de Wagner. Lo que sostenía entre las manos en la cañería de Sirte en la que fue hallado era una pistola de oro.


No era la única de su colección, en la que figuraban un Ak-47 del mismo metal precioso y un arma con la empuñadura de diamantes. Y eso sin mencionar su vestidor, sin parangón en cuanto a oropeles en el despotismo internacional. O sus fotografías de Condoleeza Rice, la ex jefa de la diplomacia estadounidense a la que compuso una canción: 'Flor negra en la Casa Blanca'.


Por no hablar de su homólogo Sadam, cuyo palacio albergaba una habitación llena de cuadros que traducían fantasías eróticas dignas del doctor Freud. Abundaban por ejemplo los guerreros arrancando a doncellas virginales de las fauces de monstruos mitológicos. Ellos, musculosos. Ellas, con pechos gigantescos en la era pre-silicona. Uno de los más sentidos homenajes al kitsch de todos los tiempos.

El 'fichaje' se tradujo en 'Pulgasari', una fantástica epopeya sobre una muñeca de arroz que se convierte en monstruo comedor de metales ¿? Bien. No acaba ahí la cosa. El 'Querido Líder' se ha apañado para saltarse el embargo internacional y hacerse con todos los partidos de Michael Jordan, que riega con ingentes reservas de carísimo coñac.




A Teodorín Obiang, hijo del déspota de Guinea Ecuatorial, le va más el pop. El Gobierno estadounidense le ha embargado sus fetiches de Michael Jackson. Entre ellos el guante blanco de la gira 'Bad' del difunto mito, del que poseía objetos por un millón de dólares. Que se sumaban a una mansión de Malibú, tres Rolls Royces y un Lamborghini.



Un coche de Adolf Hitler


La misma pasión por los coches tenía el Sha de Persia, Reza Palevi, que llegó a hacerse con un Mercedes que, dicen, pertenecía al mismísimo Hitler.

Al fallecido presidente de Turkmenistán, Saparmurat Niyazov, lo que le gustaba era coleccionar estatuas a mayor gloria suya. La más bonita, una giratoria chapada en oro de cinco metros de altura que siempre estaba orientada hacia el sol. Eso sí, el oro lo quería para los monumentos, a los dentistas les prohibió usarlo en las muelas de sus pacientes. Quedaba hortera.

Suma y sigue. Miles de kilómetros al este está Kim Jong-il. Un enamorado del cine que no contento con su colección de 20.000 cintas, en 1978 secuestró a un director de cine y a una actriz surcoreanos.


(elmundo.es)