La Vanguardia/ Albert Sánchez Piñol
He aquí una noticia que pone los pelos de punta a cualquier demócrata: Teodoro Obiang, el dictador de Guinea, ha dado una conferencia invitado por el Instituto Cervantes.
He aquí una noticia que pone los pelos de punta a cualquier demócrata: Teodoro Obiang, el dictador de Guinea, ha dado una conferencia invitado por el Instituto Cervantes.
Obiang hizo uso de una triquiñuela diplomática para estar presente
en el funeral de Adolfo Suarez. Con todo, no consiguió su pretensión última:
una entrevista con el presidente. Estuvo bien que Mariano Rajoy evitara al
dictador; aún habría estado mejor que lo rechazara. Y lo más humillante: la
conferencia versó sobre una temática cultural. No sé si es para reír o para
llorar: que Obiang pronuncie una conferencia sobre la cultura es algo así como
introducir a un psicópata sexual en el templo de las vírgenes vestales.
Teodoro Obiang Nguema es uno de los dictadores más denostados del
África subsahariana. Obiang y su círculo de gánsteres tropicales se han apropiado
de las nada desdeñables riquezas del país, empezando por los ricos yacimientos
de petróleo. Ahíto de petrodólares, lo que Obiang ha buscado en los últimos
años es lustre y reconocimiento. Es muy triste: cuando las instituciones
españolas se prestan a avalar a un sujeto político como Obiang no medimos la
calidad democrática de Guinea, sino de España.
Alguien ha dicho de él que es una especie de caníbal de su propio
país, pues ha devorado y deglutido sus gentes y riquezas del mismo modo que un
antropófago grasas y tendones. De hecho, de joven Obiang tuvo un contacto tan
limitado con España que ni siquiera aprendió bien el idioma. Y ahora, ¿quieren
saber la atrocidad intelectual del siglo? Pues que la conferencia trataba de
“El español en África”.
Obiang siempre ha tenido problemas con las concordancias
femenino-masculino y singular-plural: así, muy a menudo usa expresiones del
tipo “campañas sensacionalista”, “aquí se hace campañas políticas” o también
“ninguna persona ha sido perseguido” o incluso “hemos venido ingeniándoselas”.
Una de dos: o sus asesores de imagen dominan el español tan poco como él o no
se atreven a corregirlo, porque Obiang se pasó tres semanas hablando del
atentado de las “Torres gemelos”.
Si nos atenemos a su uso del castellano Obiang ni siquiera sabe en
qué país vive: en vez del gentilicio correcto, “ecuatoguineano”, acostumbra a
referirse a sí mismo como “ecuatoguineano”. Aún más apuros le causa su
dificultad con los verbos reflexivos; siempre se hace un lío con el puñetero
“se”. Por ejemplo, como dijo en un discurso: “Queremos construir una sociedad
pacífica y desarrollada, en la que se convergen los valores positivos de cada
ciudadano”. Entre los infinitos problemas de Obiang con el idioma de Cervantes
están los campos semánticos de las palabras. Si, por ejemplo, alguien lo acusa
de hundir en la miseria a la población mientras él se embolsa los beneficios
del petróleo, es muy probable que oigamos a un escandalizado Obiang replicar
que “En todo el mundo hay barrios”. No es que tenga nada contra los barrios del
mundo, sino que en vez de “barrios” quería decir “suburbios”.
El castellano escrito de Obiang aún es peor. Sea por incultura, o
por un tic neroniano, cuando habla de sí mismo siempre usa mayúsculas, venga al
caso o no, por ejemplo: “quiero dar Mis felicitaciones”. Y de todos modos,
¿desde cuándo un autócrata ha necesitado dominar los matices de un idioma? Como
él mismo dijo en cierta ocasión: “Yo presumo de que soy un dictador, porque el
sinónimo de dictador viene de dictar las normas. ¿Qué dirigente del país no es
un dictador?”. Bravo. Aunque estremece pensar lo que Obiang debe entender por
la palabra “sinónimo”.
Obiang se apresta a regalarnos una conferencia sobre las bondades
del español en África cuando ha sido justamente él quien ha hundido el sistema
escolar y académico guineano. Hoy en día los viejos del país, que fueron
educados bajo un régimen tan precario e injusto como el colonial, dominan mucho
mejor el español que los jóvenes, que muy a menudo ni siquiera son capaces de
entender un artículo de periódico. Pero a Obiang le importa un bledo; después
de todo, los discursos más enardecidos los declama en su idioma natal, el fang,
y en ellos acostumbra a galvanizar a los suyos para que vigilen y marginen a
los españoles.
No se puede domesticar al caníbal con halagos y zalamerías, y todo
para conseguir unos beneficios tan impuros como deleznables. Y no nos
enfrentamos a un “tiranozuelo” más bien propio de las viñetas del Capitán
Trueno, cruel pero enano en su poder y malignidad. No.
Cierta noche uno de los pocos intelectuales de Guinea fue
despertado por la guardia pretoriana de Obiang. Le urgieron a vestirse y lo
metieron en un coche. El pobre hombre se creía muerto. Sin embargo lo llevaron
a palacio, a un saloncete: el tirano sufría de insomnio y necesitaba hablar con
alguien de postín. Al cabo de un rato Obiang miró fijamente a su “invitado” y
le preguntó si sabía el motivo por el cual los blancos odiaban tanto a los
negros. El pobre hombre, claro, no se atrevió a responder. “Los blancos siempre
nos han odiado y siempre nos odiarán”, dijo Obiang a su estupefacto huésped.
“¿Y sabes por qué? Pues porque Abel era blanco y Caín era negro”.
Y a ese hombre invita España a sus tarimas. Obiang es algo peor
que el corazón de las tinieblas; Obiang es las tinieblas de nuestro corazón.
Albert Sánchez Piñol