lunes, 21 de mayo de 2012

La Exploración del Golfo de Guinea, Iradier y Osorio (1884-85)


Ramón Jiménez Fraile
Bibliografía: Exploradores españoles olvidados del siglo XIX” SGD. 2001

Iradier, que viajó acompañado de su esposa Isabel y de su cuñada, instaló su base de operaciones en Elobey Pequeño, un islote sin agua potable de 920 metros de largo por 400 de ancho situado en la desembocadura del Muni. Entre junio de 1875 y enero de 1876, llevó a cabo junto con su fiel ayudante corisqueño Elombuangani la exploración del país del Muni, una experiencia de la que dejó constancia en su libro « África », uno de los mejores relatos de exploración escritos en lengua castellana.
 
En el transcurso de una de sus expediciones, la que le llevó a la punta septentrional del litoral, conoció al tercer miembro de la dinastía de los Boncoro, el cual había sido llevado a Madrid y había besado las manos de Isabel II en testimonio de sumisión y respeto:

« La casa que habita este jefe de cabo San Juan se diferencia de las de las demás en que tiene una ventana de construcción europea con cristales de colores. La puerta, que también es europea, perteneció al desgraciado ‘MacGregor', buque inglés que naufragó en la entrada de la bahía de Corisco y que fue asaltado y robado por las tribus ribereñas.

Cuando entré en la choza encontré a Boncoro III haciendo una red de pescar, que no dejó de las manos a pesar de la sorpresa que le produjo la inesperada visita. Me dijo que se alegraba mucho de verme en cabo San Juan, pues le habían dicho que era médico y podía curarle una enfermedad del estómago que venía padeciendo desde hacía mucho tiempo. Además, tenía gran cantidad de goma elástica que esperaba le comprase.

Cuando terminamos la conferencia y me hallé fuera de la choza real le recomendé a Manuel Boncoro que borrasen las letras « W.C.» talladas en la puerta del palacio, que era la puerta del retrete del ‘MacGregor'.»

Una de las aventuras más palpitantes que protagonizó Iradier en el país del Muni fue la que vivió con los fangs, a los que designa en sus escritos como ‘pamues', temidos por sus prácticas caníbales. Anticipándose dos décadas a la viajera británica Mary Kingsley, Iradier se adentró en un territorio controlado por los fangs con el pretexto de mercadear con ellos, pero movido por el afán de conocerles y comprender sus costumbres. Le constaba que estaban descontentos de los blancos porque estos evitaban venderles sus mercancías. También sabía que pocos días antes de que él llegara a la región el rey Ba había cortado la cabeza a tres esclavos debido a que uno de ellos había roto un vaso de vidrio. Los fangs no tenían fusiles, pero sí flechas que mataban más pronto que las balas. Del rey Ba sabía que era hombre de valor temerario y que las numerosas heridas recibidas en combate le habían hecho creer a él y a los suyos que era inmortal. Los cadáveres de sus víctimas y de los condenados a muerte iban a parar al pueblo siempre presto a organizar un festín, «reservándose él la cabeza y los testículos que come cocidos y condimentados con gran cantidad de guindillas picantes que abundan en el país».

El 27 de noviembre de 1875, Iradier entró en contacto directo con fangs, a los que observó con todo detalle:

« El color de la piel es más claro que el de mis gentes. Su peinado, en mechones, y su tipo general no me deja duda de que son los hombres que busco. Al verme se detienen por un momento y les saludo. Saco media botella de caña y les obsequio. Me invitan a pasar a su aldea, que está próxima. Ésta se compone de unas cien chozas, de las que salen todos sus moradores a ver al hombre blanco.»

La curiosidad de los indígenas dio paso a una creciente hostilidad, por lo que Iradier optó por abandonar la aldea en la que empezaba a sentirse prisionero. En el trayecto de regreso a la costa se las tuvo que ver con el jefe del poblado Ibai que despedía un olor repugnante a aceite de palma con el que se había untado el cuerpo para repeler los mosquitos.

« Me presenta una mujer que padece del ‘yemba' (hechizo) y le doy hipecacuana. Después me vuelve a presentar otros varios pacientes, a los que despacho sin ceremonia. Aún no ha salido el último de ellos cuando el pedigüeño jefe me dice que será mi amigo si le doy una medicina para producir resultados que no puedo consignar porque ofenden a la moral. El repugnante viejo me ofrecía como premio una botella de palma. Contesto agriamente a su petición y, creyendo el reyezuelo que mi negativa depende del poco valor de su oferta, se atreve a proponerme un acto escandaloso.»

En sus narraciones, Iradier alterna la descripción de escenas de una belleza sublime o referencias a los más nobles sentimientos con crudos episodios como el del poblado Ibai.

Uno de tantos pasajes de sus escritos que da cuenta de su sensibilidad a la hora de captar el sentir de los habitantes del país del Muni es la narración de una ceremonia fúnebre en honor de un bapuku muerto de fiebre perniciosa que ocupaba, en Aye, una choza contigua a la suya: «¡Yembo! ¡Yembo! ¿Dónde estás? -decía una de las viudas-. La muerte te ha arrebatado. ¿Para qué he de traer la leña y el agua si tú no estás en la casa? ¿Para qué he de afilar esta espina con la que te quitaba las niguas? Tú traías las gomas del bosque; tú has cazado el elefante; nunca has temblado al mar; a fueza y a valor nadie te ganaba. Gracias a ti, nunca faltaba tabaco en nuestras pipas, ni telas en nuestros cuerpos, ni collares en nuestras gargantas, ni brazaletes. Bebíamos el ron cuando te lo pedíamos. ¡Ah ! ¡Yembo! ¡Yembo! Eras bueno entre los buenos, valiente entre los valientes, generoso entre los generosos. ¿Qué va a ser de mí sin tenerte a mi lado? ¿Iré sola a pescar? ¿Para quién? ¿Para mí? Yo quiero ir a verte. ¿Quién te arrascará la espalda? ¿Quién te quitará los mosquitos?» ...